¿Habrá quien se imagine el infierno celeste?
- Albertine Stahl
Para apreciar realmente la arquitectura, puede que incluso sea necesario cometer un asesinato.
- Bernard Tschumi, Advertisements for Architecture.
Arma de cinco filos, bestia de cuatro cabezas, hace de su canibalismo sobre unas ciertas arquitecturas, un acto crítico, un acto perfecto de arquitectura. Esta máquina se sirve de la arquitectura misma, del edificio “acabado”, como materia de trabajo. Más aún, devora y degusta a su propia estirpe. Vuelve la obra de su autor en su contra, al arrancarla del reino de la arquitectura para lanzarla al reino de las artes: el color que se vuelve palpable, el eco de lo cotidiano se vuelve sonido que transgresor, desde su carácter iconoclasta aflora la historia política, desde las artes visuales y de indumentaria, lo irreverente. El matar fascistas, como lo puede ser el matar amantes del arte conservador, es una broma que se toma con toda seriedad. Esta Gran máquina roja, como una hidra monstruosa, posee más de una cabeza: la de la artista Albertine Stahl, su cabeza original; sus cabezas sonoras, Microgarden Records y La Jauría, de las que no cesan de emanar ruidos infernales; y la del diseñador Marco Garro, que cobija y viste a los cuerpos que emanan de este averno a escala.
Dos arquitecturas del centro de San José están ligadas por esta pieza; la arquitectura económica por excelencia: la casa, objeto predilecto de la actual especulación inmobiliaria josefina; y la arquitectura en donde se ha confinado a gran parte de la política nacional: la Asamblea; juntas conforman la materia de una economía política. Visitante, la casa sobre la que posa sus pies – en apariencia común–, tiene por arquitecto al mismo artífice de la mole de concreto que el Poder Legislativo de Costa Rica aprobó como su nuevo edificio. Esta máquina jurídica pseudobrutalista, maestra en el arte de la indiferencia, fabrica leyes intramuros sin necesidad de mediar con el exterior, simplemente porque no le importa. Si la Gran máquina roja alude al lugar en donde los fascistas encuentran su muerte –y a la resistencia ante su conservadurismo–, este edificio, por otro lado, es la cuna de su nacimiento y del pulular de sus hijitos.
Como todo arte formidable, su dominio se basa en la técnica. Entonces, estamos en un túnel rojo. Los cinco metros de escaleras están alteradas con micrófonos hipersensibles que reciben la vibración del metal y lo distorsionan, junto a las luces del lugar que deslumbran la mirada. A través del ritual del desfile, unos cuerpos (contra)ejemplares descienden y ascienden por las escaleras, activando los sentidos, como un microscopio auditivo del grito atrapado en los espacios del metal, como los latidos del edificio excitado por la energía de pasos que le acarician el cuerpo. Al terminar el desfile, el público activa con su peso y su tacto el aparato sonoro y la Gran máquina roja habla, grita y gime en su estructura. Arriba, a la derecha, junto al estudio de Stahl, y para terminar el recorrido de este tanque de inmersión, un ruido concentrado lleva al límite los sentidos de los espectadores.
En esencia, se trata de una pintura espacial expandida. Un lienzo vivo que se desgarra y recrea, un collage de fuerzas y energías que le preguntan al espacio cuál es la suya. En silencio, la pintura está abandonada, como un edificio de concreto, cerrado sobre sí mismo, que no es visto ni como paisaje. Es una pintura imaginaria que puede ser tocada, vista, escuchada y habitada. Su consigna, al cambiar radicalmente su programa arquitectónico (después de todo, ante unos escalones, todos estamos acostumbrados a –de manera mecánica– levantar un pie por encima del otro) es cuestionar cómo habitamos los espacios que transitamos y con qué objeto se construyen.
Bienvenidos a una pesadilla pictórica, a una Gran máquina roja mata tradiciones.
Josseline Pinto y Carlos Aguilar Salazar, La Gran máquina roja matafachos, (San José, 2023).